La Champions conquistada en 2011 por el Barcelona es de las más recordadas en la historia contemporánea del fútbol
Wembley. Ese nombre acoge tantas hazañas que es imposible recogerlas todas en un artículo. Pero no deja de ser bizarro que uno de los primeros recuerdos que a cualquier persona mínimamente aficionada al fútbol, independientemente de su origen, le viene a la cabeza sea el de un equipo extranjero sin aparente conexión de pertenencia con dicho estadio. Y que encima de todo sea algo normal, realmente entendible y hasta cierto punto incomprensible que alguien no lo mencione.
Wembley acogió a un Manchester United con sed de venganza en la final de Champions League del año 2011, justamente contra ese mismo rival que le arrebató la orejona dos ediciones atrás. Las narrativas esa noche aparecían sin parar. Sin embargo, el Barça dio la sensación de encarar el duelo con la mente en blanco y escribir la suya propia.
Desde luego no seré quien descubra a ese equipo formado por ciertos jugadores y cierto técnico que todos tenéis en la punta de la lengua después de leer los dos primeros párrafos, ni quiero que lo parezca. Lo que ocurrió sobre ese césped, lo que de alguna forma permanece aún en la memoria colectiva de aquellos que lo presenciaron, es un fenómeno mucho más grande que la mera victoria. Fue una declaración de intenciones, de entendimiento profundo y natural entre once almas bajo el mismo cielo, una extensión de algo más intangible. Fue precisamente ahí donde residió la magia. Los ‘red devils’, que en cualquier otra circunstancia son una máquina de lucha por la gloria europea, se veían simplemente superados no por un exceso de presión, sino por la calma intrínseca que los de azulgrana exudaban, una calma de la que ni el grito de los hinchas podía hacer mella. Esa sensación de dominio del espacio, del tiempo, del partido mismo, que parecía estar al alcance de un solo toque, un solo giro, un solo movimiento. Wembley no era ya un simple estadio; era el reflejo de un equipo que había alcanzado la perfección en su manifestación de fútbol.
Lo curioso de estos partidos es que, con el tiempo, la memoria los idealiza. Se recuerdan menos los detalles tácticos y más la sensación de estar presenciando algo irrepetible. Más allá de que la copa viajara a la misma ciudad que dos años antes, el Barça ganase nuevamente al Manchester United, Pedro, Messi y Villa marcasen gol, o X jugador hizo tal porcentaje de tal rubro estadístico, lo hizo dejando un rastro de arte en su camino. Porque si el fútbol fuera cuestión de todo lo anterior, partidos como aquel no serían recordados con un halo casi mitológico. De alguna manera, esa final dejó una huella que va más allá del resultado. Se convirtió en un símbolo de lo que el fútbol puede llegar a ser cuando se convierte en algo más que un deporte, cuando trasciende lo inmediato y entra en el terreno de lo atemporal. Tal vez por eso Wembley sigue resonando en la mente de tantos cuando se habla de aquel equipo. No es solo un estadio; es un escenario donde los elegidos pueden dejar su huella para siempre. Y aquella noche de mayo de 2011, un equipo lo convirtió en el altar de su última gran obra.
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